miércoles

Savater. Fragmento de ensayo

Savater, Fernando. Fragmento del discurso con motivo de su Doctor Honoris Causa en la Univ de Caracas.


La ignorancia a la que se refiere Galbraith no creo que sea simplemente la ignorancia del que ignora un dato, una noticia, eso nos pasa a todos: no sé quién es el padre de Fulanito, o qué cabos hay en el extremo norte de Alaska. Creo que la ignorancia a la que se refiere Galbraith es la ignorancia de esos valores necesarios del propio pensamiento y de la relación con los demás, esas personas que no saben explicitar sus demandas, porque no tienen una voz para explicitar racionalmente sus demandas y, por lo tanto, tienen que elegir entre la sumisión del esclavo o la rebelión brutal que lo destruye todo, porque no pueden escuchar las argumentaciones, entender dentro de la maraña de las promesas falsas lo que tiene una base lógica o unos apoyos racionales. Superar, en último término, la ignorancia es la única posibilidad de salvarse de ese proceso irracional de tener que seguir puramente las rutinas, los tópicos, los lemas y los slogans baratos. La influencia de la ignorancia es el mayor peligro de todas las democracias, empezando por las más altas y las más elevadas. El que la mayor de las democracias de nuestro planeta, que tiene no pocos problemas y que debería colaborar a resolver otros, viva obsesionada, girando en torno a los problemas ovales y orales de su Presidente con una señorita, revela realmente que la influencia de la ignorancia, la superstición, el absurdo de la vida cotidiana, puede estropear y sabotear el proyecto democrático. Contra esa ignorancia, evidentemente, es contra la que hay que luchar.

Por esto la educación y la educación ética son partes imprescindibles de cualquier formación humana. No se puede formar solamente a las personas desde el punto de vista laboral; formarles para que sepan apretar botones o para que cumplan funciones más o menos gestoras, sin haberles formado la capacidad de convivencia y ciudadanía, que no surge naturalmente de las personas. Los demócratas no surgen de las piedras naturalmente, como las flores silvestres; hay que cultivarlos, regarlos. Los griegos tenían claro que la paídeia era una parte absolutamente Imprescindible de la democracia; que precisamente, la democracia es, ante todo, una máquina de crear demócratas, si no está perdida. Para crear esos demócratas hay que formarlos, dar unos principios elementales, hay que aprender a discutir y discutir mientras se enseñan los principios.

¿Qué es lo que queremos formar como valores fundamentales de ciudadanía? En primer lugar, hay que formar la capacidad de autonomía. Vivimos en un mundo muy complejo y no se puede crear personas que van a vivir, constantemente, dependientes de autoridades, técnicos, curanderos, que los van a acompañar toda la vida y les van decir: «No comas esto, vete por aquí, no te arriesgues»; hay que crear personas capaces de autonomía, de iniciativa propia, de responsabilizarse para bien o para mal de lo que hacen; esto me parece imprescindible y tiene que ser transmitido en el momento en que aún se puede transmitir.

En segundo lugar, formar personas capaces de cooperar con los demás. Junto a la autonomía, la capacidad de cooperación es imprescindible, sobre todo en momentos en que los trabajos van a ser cada vez más aleatorios, en que las personas van a tener que trabajar en siete u ocho trabajos a lo largo de su vida; en todos ellos van a necesitar la capacidad de saber cooperar con los demás. Quien es incapaz porque no entiende lo que le dicen, porque no entiende las tareas, porque no sabe lo que es dividirse unas obligaciones con otros, y no entiende que hay que colaborar, cooperar, dividir el trabajo con los otros, está totalmente negado para lo que la vida contemporánea va a exigir.

Además de autonomía y cooperación, hace falta despertar la capacidad o la vocación de participar en la vida pública. La diferencia entre una democracia y un autoritarismo es que en la democracia somos políticos todos. Es por esto que alarma oír hablar de lo malo que son los políticos, de lo corruptos que son, y uno dice: Querrá usted decir que nos pasa a todos, porque si los políticos son corruptos, lo son porque nosotros dejamos que lo sean, porque fracasamos en nuestra propia tarea política que es el elegirles, sustituirles, controlarles, vigilarles, y en último término, presentarnos como candidatos, como una mejor alternativa frente a ellos; si eso no lo hacemos, efectivamente los políticos seguirán siendo unos corruptos; y lo seremos todos, todos los políticos dentro de un país, porque todos en una democracia somos políticos, y no hay más remedio que serlo. Lo fastidioso de las democracias es que nos obligan a tener que preocuparnos siempre por la cuestión política, y para eso hay que aprender a participar en la gestión pública de las cosas; no a dejarlas en las manos de los sabios, los técnicos, de los que vienen de fuera a resolver las cuestiones. Todos éstos son valores ético-políticos, al lado de ésos hay otros valores éticos que no necesito recordarles. Los valores de autonomía, de cooperación y de participación son los que hay que suscitar como valores de los ciudadanos que queremos; y esto de alguna manera recae sobre los educadores.

La educación es la única forma que hay de liberar a los hombres del destino, es la antifatalidad por excelencia, lo que se opone a que el hijo del pobre tenga que ser siempre pobre; a que el hijo del ignorante tenga que ser siempre ignorante; la educación es la lucha contra la fatalidad. Educar es educar contra el destino, que no hace más que repetir las miserias, las esclavitudes, las tiranías, etc. Además hay que educar para la ética, hay que saber que educar es ya, en sí, una labor ética, emancipadora. Estas cosas que se pierden en los planteamientos burocráticos, en las dudas sobre nuestras tareas, en la convicción de las dificultades que tenemos, en la hipertrofia de las tecnologías que convierte la labor personal en algo nimio y ridículo, hay que recordarlas de una manera ingenua y clara. Es lo que he intentado hacer siempre, arriesgándome a que las personas sabias meneen un poco la cabeza, y piensen: «Cuando estábamos ya tan arriba, viene este señor a recordarnos que todos nos sentamos sobre nuestro propio trasero, ¡qué ingenuidad!, cuando ya habíamos llegado a niveles más sublimes».

Alguien tiene que hacer esa labor y con mucho gusto he aceptado esa tarea de recordar ciertas cosas básicas y, sobre todo, de recordar que no hay que educar para la desesperanza. Si se educa diciendo que el mundo es un desastre, que todos los políticos son corruptos, que el sistema es omnipotente y nunca lograremos cambiarlo, que el neoliberalismo ha secuestrado el mundo y jamás podremos enfrentarnos a sus malévolas intenciones, que todo está perdido; crearemos una sociedad de pesimistas cómodos que se dedicarán a vivir, y culparán de todos los males a la situación cósmica que les ha tocado soportar.

Prefiero crear personas ingenuamente convencidas de que contra todos los males algo se puede hacer, porque éstos nunca se resolverán solos; no sé si nosotros los vamos a resolver, sé que si no los resolvemos nosotros, no se resolverán. Esto es lo que me parece que hay que transmitir con unas pautas, no digo de optimismo desenfrenado loco, pero al menos de un cierto pesimismo que acepte que hay que actuar; que algo hay que hacer, y que ese algo depende de uno.